Era agosto, y yo estaba mirando al cielo. Con una mano protegiendo mis ojos, divisé un halcón elevándose en las corrientes del arremolinado aire. Más alto y más alto volaba, hasta que con un esquivo inverosímil, desapareció.
Inmediatamente me sentí dejado de lado. “¿Por qué extiendes tus alas sin mí?” me lamenté. Entonces mi espíritu dijo, “La manera en la que vuela el halcón no es la única. Tus pensamientos son tan libres como cualquier pájaro.” Así que cerré mis ojos y mi espíritu despegó, volando tan alto como el halcón y entonces luego, allí estaba yo mirando hacia abajo sobrevolando la tierra. Pero había algo mal. ¿Por qué me sentía tan frío y solo?
“Extendiste tus alas sin mí” dijo mi corazón. “¿Qué tiene de bueno la libertad sin amor?” Así que fui silenciosamente a la cama de un niño enfermo y le canté una nana. Se quedó dormido sonriendo, y mi corazón despegó, uniéndose a mi espíritu mientras éste daba vueltas a la tierra. Entonces fui libre y con amor, pero todavía había algo mal.
“Extendiste tus alas sin mí” dijo mi cuerpo. “Tus vuelos son sólo imaginación.” Así que miré en libros que antes había ignorado y leí sobre santos de todas las épocas que realmente podían volar. En India, Persia, China y España (¡incluso en Los Ángeles!), el poder del espíritu ha logrado entrar, no sólo en el corazón, sino en cada célula del cuerpo. “Como llevada en alto por una gran águila,” dijo Santa Teresa, “mi éxtasis me elevó al aire.”
Empecé a creer en esta increíble hazaña, y por primera vez, no me sentí dado de lado. Yo era el halcón, el niño y el santo. En mis ojos sus vidas se volvieron sagradas, y la verdad vino a casa: cuando la vida entera es vista como divina, a todo el mundo le crecen alas,